FLORES PARA UN RECUERDO
No es que guste mucho ir a esos lugares tan llenos
de
nostalgia, quietud y gran silencio. Pienso, que
una vez que han concluido su
paso por la vida, se
debe dejar que la imagen de esos seres queridos,
queden en
la retina de nuestros ojos tal y como
fueron en vida. Con sus defectos o virtudes, con su
belleza o falta de ella.
Para llorar su pérdida, nada
mejor que la soledad de nuestros corazones. En la
Bajo la lluvia.
El ir a los cementerios, no hace más que acrecentar
el dolor
y la impotencia de saber que están ahí, bajo
una losa, deshaciéndose entre la
tierra..., y no poder
escuchar su voz.
No sentir el calor de su cuerpo,
cuando el nuestro anhela su contacto.
Es desde luego, una experiencia frustrante para el
ser humano
el enfrentarse a ese nefasto capítulo de
nuestra vida.
Me alejé del lugar donde despedían a un conocido de
la
persona que acompañé hasta ese lugar.
La primavera comenzaba a mostrarse en todo su
esplendor. En un
cielo claro, el sol reinaba con toda
su grandeza. Insultante, sin concesión
alguna ante
el lamentable hecho. Allí no existía el tiempo. Era
una desconexión
absoluta para no conturbar el
pertinaz silencio.
Me entretuve mirando los grandes mausoleos. Eran
petulantes,
rebuscados, selectivos. Muchos de ellos,
saturados de ingente vanidad. No podía
sustraerme
a la prepotencia que rezumaban esas tumbas que,
ineludiblemente,
guardaban el despojo de un ser
humano.
“Cuánta presunción -musité- ¡Hasta en la
muerte quieren ser
distintos! -me dije en
un tono no
exento de rabia
No soy quien para juzgar lo que hace otras
personas, pero no
pude por menos deplorar la
hiriente
conducta humana ante el último acto de su
vida.
Tuve que posponer para otra ocasión, el seguir
mirando las
grandes exhibiciones de poder que
ostentaban algunos seres humanos en su última
morada.
Pequeños grupos comenzaban a abandonar el
recinto. A mí me
gusta mucho hacer pequeños
estudios sobre variados temas. Pensé que en aquel
lugar tenía cantidad de datos.
Empezaría por el que
hoy me había llamado la
atención. Luego, seguiría por los nombres curiosos y
raros, de los que había un buen montón. Por último,
las edades de los
fallecidos, pero mi punto de mira
sería el de la juventud.
Fiel a ese pensamiento acudí en días sucesivos. Era
una buena
forma de alejar ese desagrado que había
en mí, hacía esos lugares. Y es
curioso, con el
tiempo llegó a ser para mí, el lugar más cálido, y en
donde
expresé mi gran amor, ante una tumba
desconocida. Delante de ella, afloraría
toda una
esencia e intensidad de sentimientos.
Estuve tres días viendo los más dispares mausoleos,
con sus
altares, criptas y un largo etc. Las figuras
que los adornaban, eran de
diferentes estilos, así
como sus formas. Pronto me cansé de ver tanta
suntuosidad y pasé a la segunda fase: los nombres
un poco fuera de lo normal.
Quizá en su época
sonaran bien, pero ahora no; pues cuando oímos
alguno, no
podemos por menos de sonreír o en su
defecto, nos cause perplejidad el saber
que una
persona lleva ese nombre tan fuera de tiempo, en
relación a los tan
modernos y rebuscados de hoy día.
Claro, que para ese estudio, tuve que ir a las tumbas
más
viejas. Aunque en la parte moderna, pude
constatar que también había alguno.
Lo que más llamó mi atención, fue la edad tan
avanzada que
ostentaban muchos de los fallecidos.
En esos tiempos, no había los medios y
técnicas que
hoy en día se dan en cuestión de adelantos en
medicina; pero creo
que el llegar a esas edades tan
longevas en esos años, se debía a la vida tan
sana
que muchos llevaban: la alimentación, los hábitos y
puestos a ello, el no
estar tan estresados por el
ritmo tan cambiante de la vida.
Cuando empecé con el último estudio, mi persona ya
era
conocida por los que trabajaban allí. Había más
tumbas de las que yo esperaba,
guardando
celosamente los cuerpos de los que habían
comenzado a despertar a la
vida, valga la expresión.
Aquí, los nombres eran ya más de mi época.
Descarté los de
catorce años para abajo. Tuve que
emplearme a fondo. En muchas lápidas no ponía
la
edad, simplemente el año de nacimiento y el de
defunción; y al final me
llevé una calculadora, pues
no soy un as de las matemáticas.
Llevaba toda una mañana y el cansancio hizo que
me tomara un
pequeño respiro. No lejos de donde
estaba, había una tumba muy simple. Estaba
sucia
y bastante abandonada. En la
penumbra de un
rincón, solitaria. Me acerqué despacio, atraída por
una fuerza
que irradiaba toda ella. Me acerqué
mirando unas letras, que a pesar de la
suciedad,
destacaban por su sencillez:
“TODO TIENE SU MOMENTO, EL TUYO LLEGÓ
MUY PRONTO”
Lo leí una y otra vez. Necesitaba saturarme de esa
frase tan
escueta y a la vez misteriosa.
-¿Quién la mandó cincelar en la losa? ¿A qué
se
refería, a su edad? ¿A un sentimiento cruelmente
segado por la guadaña de
una caprichosa dama?
¿Quién la había amado? ¿Era tanta su aflicción,
como para
haberla manifestado en esa sincera frase?
Se había llamado Ana y a los veinte años terminó su
vida. Me
quedé pensando. Recordaba haber leído
meses atrás, un libro de Antonio Gala, en el cual se
mencionaba
también lo que había escrito sobre una
lápida en un cementerio perdido de
Turquía.
Tan claras frases no hacían más que reflejar la
condición
humana. Ya no busqué más tumbas. Salí
de allí y el resto del día lo pasé en un
estado de
ausentismo total. Me dormí pensando en esa
abandonada y solitaria
tumba.
Volví un día y otro, pero ya no iba a verificar las
muertes
de los jóvenes, sino que me dirigía
directamente a la tumba.
Había acercado una piedra y sobre ella descansaba,
mientras
las horas pasaban. Los primeros días las
preguntas emanaban de mi interior sin
ambages:
-¿Quién te había amado?
¿Llegaste a conocer el amor, a sentirlo?
Cada día que pasaba la idealizaba más en mi mente.
Había quitado
la suciedad que la cubría y todos los
días unas flores eran depositadas junto a
su nombre.
No sé en que momento comencé a amarla.
Cerraba los ojos y la veía bella y delicada como una
flor. Su
ternura me embriagaba. Cuando volvía a la
rutina diaria, todo era deprimente y
solamente la
grandeza del momento de estar
allí, junto a ella,
mitigaba mi desolación.
A veces me encontraba muy locuaz y le contaba
todos mis
pensamientos. A ella le podía decir todo.
Mis más profundos deseos. La
imaginación se
desbordaba y le confesaba, sin rubor alguno, todo lo
que
ansiaba. Otras veces, pasaba el tiempo en el
más absoluto silencio. Cerraba los
ojos y dejaba
hablar a mi corazón.
El monólogo que entablaba con esa mujer,
desbrozaba sin
paliativo alguno, un corazón
aprisionado
hasta entonces por recónditos deseos
tan latentes, como impolutos.
Su imagen destilaba tanto amor, tanta ternura y
tanta
sensibilidad que, todo mi ser se estremecía.
Sus manos parecían dos blancas
palomas llenas de
expresividad. Sus ojos, velados por temblorosos
párpados,
cerraban una mirada que evocaba su
desconsuelo.
-Perdona que interrumpa, pero tengo que cerrar
lavoz llegaba lejana, llena de acritud. No tardé ni
unos segundos en reaccionar y
miré al hombre que
en actitud desafiante, me dirigía su mirada un tanto
airosa.
Con un gesto de asentimiento hice ver que
comprendía y le vi alejarse.
La obcecación me había llevado a límites
insospechados. A
pesar de la buena temperatura que
había, sentí frío-¿Qué hacía allí? ¿En qué momento
sentí esa veneración hacia
una mujer desconocida?
Sin darme cuenta, había estado desvalorizando mi
persona.
Fijé por última vez mis ojos en la tumba. La frase
que tanto
me había hecho pensar, ya no me decía
nada.
Ana, la mujer que llevaba sepultada más de
cuarenta años,
había neutralizado por unos días mis
pensamientos, deseos y vida. Había roto
todos mis
esquemas.
Recé una breve oración y le pedí perdón.
R.P.00/2008/318
León-16-2-1995