EL SECRETO ESTA EN LA LLAVE

sábado, 22 de julio de 2017

LA CAZUELA DE JACINTO






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LA   CAZUELA   DE   JACINTO



    Nunca fallaba. Era puntual y tan fino en lanzar 

sus notas al clarear la mañana, que todos  los 

demás gallos cercanos a él, enmudecían y sólo se 

atrevían a emitir sus cantos minutos después, una 

vez que su sonido se hubiera apagado.

La señora Herminia levantó su pesado y rechoncho 

cuerpo como lo venía haciendo todos los días. Los 

gallos se habían ido sucediendo al ir a la cazuela, 

pero su estilo de vida seguía igual, aunque 

últimamente todo era decadencia, silencio y soledad.


Arrastrando su humanidad llegó a la cocina, 

encendió el fuego y como cada día se sentó, tomó la 

pequeña hogaza y procedió a picar pequeños trozos 

en la cazuela. El olor a tocino rancio, impregnó la 

oscura cocina. Sazonó las sopas y esperó a que el 

pan, absorbiera. Era una de las cosas más 

tradicionales que formaba parte de su vida. Unas 

buenas sopas de ajo con torreznos de tocino y 

cobijadas en la cazuela de barro y más, si ésta era 

una pieza elaborada por las manos de su pequeño 

Jacinto.

En el abarrotado taller, lleno de toda clase de piezas 

de barro, trabajaban sus dos hombres, marido e hijo.

El torno giraba de forma lenta, mientras que unas 

manos toscas impregnadas de barro, daban forma a 

cacharros que poco a poco, cobraban vida y ofrecían 

toda su belleza oculta y desvelada a través de esas 

rudas manos, pero capaces de crear toda su 

hermosura, que toda  artista lleva dentro.


Jacinto, desde muy niño, miraba en silencio lo que el 

padre hacía. Primero, sentado en un viejo 

carricoche, luego, en una silla alta bien amarrado 

para que no se cayera.


Más tarde, dando al padre lo que éste le pedía. Así le 

había entrado lentamente su pasión por la alfarería.

Su primer trabajo, una cazuela para las sopas de 

madre. El orgullo henchía su joven corazón, cuando 

envuelta en papel de periódico, le hizo el regalo un 

día que según ella, cumplía años.

El jueves muy temprano, sacaron el burro de la 

cuadra y lo engancharon a un carro repleto de 

cacharros. Herminia los despidió en el zaguán, 

mientras les hacía las últimas advertencias. Eran 

ocho días los que estarían fuera, de feria en feria. 

Llevaban suficiente comida, unas mantas para tapar 

sus cuerpos en la noche y mucha mercancía, que 

esperaban vender para que el próximo invierno, no 

hubiera tanta necesidad.

Estaba contenta. Su hombre ya no iría solo por esos 

caminos de Dios. Su querido hijo Jacinto, había 

alcanzado la suficiente edad para acompañar a su 

padre.

Antes de partir les dijo: “Hasta la vuelta, vended 

todo y tened cuidado en los caminos oscuros”. No 

les dio un beso, porque eso no se llevaba.

No habían transcurrido ni dos días cuando un 

atardecer, la figura del cartero sudorosa y llena de 

polvo, llegó hasta la casa. Entregó a Herminia un 

sobre arrugado y diciendo un parco adiós se fue.

Con gran dificultad sus rugosos dedos coronados por 

unas uñas negras y rotas, trataron de abrirlo. 

Cuando al fin pudo hacerlo, extrajo un papel fino en 

el cual, estaban escritas a máquina unas simples 

letras. Alzó el papel hasta que quedó a la altura de 

sus ojos, y con el entorpecimiento usual de la gente 

que apenas sabe leer, se fijó en las letras mientras 

que de su boca salía un sonido apagado, que trataba 

de juntar las vocales con las consonantes, para dar 

sentido a lo que leía.

Transcurrió toda una eternidad. El sol, quedó 

suspendido en el cielo rabiosamente azul. Los 

pájaros, cruzaban raudos y sólo emitían sus gorjeos, 

una vez pasada la casa. La quietud que rodeó el 

entorno de la señora Herminia, parecía irreal, sin 

vida propia.

   ¡Qué pesada carga había caído sobre ella! 

Lentamente dio la vuelta y con renqueante arrastrar 


de zapatillas, entró en la oscura y triste casa. Se 

sentó junto al moribundo fuego y esperó ¿Qué 

esperaba? Ni ella misma sabía qué...

Las horas comenzaron a pasar lentas, agónicas y 

fuera de todo contexto. Silenciosas llegaban y con 

gran pena se iban. El cansancio entumeció su cuerpo 

y un amargo sopor le invadió.

Cuando el gallo cantó, abrió sus menguados ojos, 

pasó el sucio dorso de sus manos por ellos y se 

levantó. Sacó la cazuela y se dispuso a picar el pan 

en ella.

Los largos días, tomaban posesión de la tierra seca. 

Los rayos del sol herían sin piedad todo lo que 

tocaban. Herminia más sucia que nunca, se acercó a 

la puerta y la abrió. Allí, tapado con paja seca, 

estaba el regalo que día a día, sus vecinos le hacían. 

Al poco tiempo de quedar sola y sin nada, éstos le 

llevaban anónimamente lo que podían. Era una 

forma abierta y clara de decirla, que a pesar de su 

dolor, de su soledad, no estaba sola y que ellos, le 

llevarían cada día lo que buenamente pudieran.

De vez en cuando su mente, que había quedado 

anublada” como dijo cierta vecina, tenía 

ramalazos de claridad y en tropel, llegaba el 

desgraciado accidente que se había llevado por 

delante todo lo que más quería. Sus dos hombres, el 

burro y todo un año de trabajo metido en un carro. 

Un paso a nivel sin guarda, ni barreras, segó toda 

una vida de dichas y sufrimientos.

Sólo le quedaban sus lágrimas amargas y una vida 

silenciosa.

Un día, al ir a levantarse de la silla, su cuerpo 

desprovisto de agilidad debido últimamente a su 

estado vegetativo, se ladeó y chocó con la mesa. La 

cazuela hizo un ruido seco al caer al suelo. Herminia 

miraba su tesoro hecho añicos y desparramado 

entre unas baldosas que una vez fueron rojas.

Si antes su vida se había tornado negra, ahora 

carecía del más mínimo interés.

Las horas y días de insondable pena, incubaban en 

la mujer con hiriente desolación. Si le era imposible 

encajar que no volvería a ver jamás a sus dos 

hombres, ahora el declive era mayor al romper el 

único eslabón que tenía con su amado hijo.

 Su dolorido pensamiento se sumergió en esos 

lapsos que ya eran parte de ella. Tal vez, vagaba 

entre el tomillo y la amapola. El olor fresco y mojado 

a barro. Ese barro que se adhería a la persona que 

lo trabajaba y llegaba a ser parte de ella.


Un fuerte aldabonazo dado en la puerta, sobresaltó 

su menguado y oscuro cuerpo. Sus ojos se abrieron 

entre las ralas pestañas y parpadearon levemente, 

hasta que las legañas dejaron vía libre a la difusa 

claridad. La llamada volvió a repetirse al cabo de 

unos minutos.

Herminia se levantó de la silla y avanzó despacio 

hacia la puerta. La abrió. Nadie había. Iba a cerrar,  

cuando sus ojos se posaron en una caja. Se inclinó y 

su mano asió la cuerda con la que estaba atada. 

Entró y la depositó sobre la mesa.

Con el cuchillo que cortaba el pan para las sopas, 

cortó la cuerda y dejó libre las tapas.

En ella no había intriga por saber qué había dentro. 

Su gesto era de completa indiferencia. Se diría que 

el trance tan duro que le tocó pasar, no le había 

afectado totalmente para elucidar la más pequeña 

cuestión.

Su asombro fue tal que, su boca dejó escapar un 

taco en plan admirativo que le confería oídos sordos, 

seguido de una frase aún más alborozada: “La 

cazuela de Jacinto”.

Eran las primeras palabras que emitía, después del 

lejano adiós dado a sus hombres. La cazuela de 

barro, reposaba en el fondo de la caja.

¿Cosas del destino? ¿Del más allá o, del más acá? Ni 

entro, ni salgo. Yo les cuento una bonita historia que 

oí hace tiempo.









r.p.00/2008/1315

León, 23 Mayo 2000


                                                       

2 comentarios:

Anónimo dijo...

un relato entrañable, me gusta




Merce

Anónimo dijo...

Es un relato maravilloso, me ha gustado mucho su final


Tere