Nunca fallaba. Era puntual y tan
fino en lanzar
sus notas al clarear la mañana, que todos los
demás gallos cercanos a él, enmudecían y
sólo se
atrevían a emitir sus cantos minutos después, una
vez que su sonido se
hubiera apagado.
La señora Herminia levantó su pesado y rechoncho
cuerpo
como lo venía haciendo todos los días. Los
gallos se habían ido sucediendo al
ir a la cazuela,
pero su estilo de vida seguía igual, aunque
últimamente todo
era decadencia, silencio y soledad.
Arrastrando su humanidad llegó a la cocina,
encendió el
fuego y como cada día se sentó, tomó la
pequeña hogaza y procedió a picar
pequeños trozos
en la cazuela. El olor a tocino rancio, impregnó la
oscura
cocina. Sazonó las sopas y esperó a que el
pan, absorbiera. Era una de las
cosas más
tradicionales que formaba parte de su vida. Unas
buenas sopas de ajo
con torreznos de tocino y
cobijadas en la cazuela de barro y más, si ésta era
una pieza elaborada por las manos de su pequeño
Jacinto.
En el abarrotado taller, lleno de toda clase de piezas
de
barro, trabajaban sus dos hombres, marido e hijo.
El torno giraba de forma lenta, mientras que unas
manos
toscas impregnadas de barro, daban forma a
cacharros que poco a poco, cobraban
vida y ofrecían
toda su belleza oculta y desvelada a través de esas
rudas
manos, pero capaces de crear toda su
hermosura, que toda artista lleva dentro.
Jacinto, desde muy niño, miraba en silencio lo que el
padre hacía. Primero, sentado en un viejo
carricoche, luego, en una silla alta
bien amarrado
para que no se cayera.
Más tarde, dando al padre lo que éste le pedía. Así le
había entrado lentamente su pasión por la alfarería.
Su primer trabajo, una cazuela para las sopas de
madre. El
orgullo henchía su joven corazón, cuando
envuelta en papel de periódico, le
hizo el regalo un
día que según ella, cumplía años.
El jueves muy temprano, sacaron el burro de la
cuadra y lo
engancharon a un carro repleto de
cacharros. Herminia los despidió en el
zaguán,
mientras les hacía las últimas advertencias. Eran
ocho días los que
estarían fuera, de feria en feria.
Llevaban suficiente comida, unas mantas para
tapar
sus cuerpos en la noche y mucha mercancía, que
esperaban vender para que
el próximo invierno, no
hubiera tanta necesidad.
Estaba contenta. Su hombre ya no iría solo por esos
caminos de Dios. Su querido hijo Jacinto, había
alcanzado la suficiente edad
para acompañar a su
padre.
Antes de partir les dijo: “Hasta la vuelta, vended
todo y tened cuidado en los caminos oscuros”. No
les dio un beso, porque eso no se llevaba.
les dio un beso, porque eso no se llevaba.
No habían transcurrido ni dos días cuando un
atardecer, la
figura del cartero sudorosa y llena de
polvo, llegó hasta la casa. Entregó a
Herminia un
sobre arrugado y diciendo un parco adiós se fue.
Con gran dificultad sus rugosos dedos coronados por
unas
uñas negras y rotas, trataron de abrirlo.
Cuando al fin pudo hacerlo, extrajo
un papel fino en
el cual, estaban escritas a máquina unas simples
letras. Alzó
el papel hasta que quedó a la altura de
sus ojos, y con el entorpecimiento
usual de la gente
que apenas sabe leer, se fijó en las letras mientras
que de
su boca salía un sonido apagado, que trataba
de juntar las vocales con las
consonantes, para dar
sentido a lo que leía.
Transcurrió toda una eternidad. El sol, quedó
suspendido
en el cielo rabiosamente azul. Los
pájaros, cruzaban raudos y sólo emitían sus
gorjeos,
una vez pasada la casa. La quietud que rodeó el
entorno de la señora
Herminia, parecía irreal, sin
vida propia.
Lentamente dio la vuelta y con renqueante
arrastrar
de zapatillas, entró en la oscura y triste casa. Se
sentó junto al
moribundo fuego y esperó ¿Qué
esperaba? Ni ella misma sabía qué...
Las horas comenzaron a pasar lentas, agónicas y
fuera de
todo contexto. Silenciosas llegaban y con
gran pena se iban. El cansancio
entumeció su cuerpo
y un amargo sopor le invadió.
Cuando el gallo cantó, abrió sus menguados ojos,
pasó el
sucio dorso de sus manos por ellos y se
levantó. Sacó la cazuela y se dispuso a
picar el pan
en ella.
Los largos días, tomaban posesión de la tierra seca.
Los
rayos del sol herían sin piedad todo lo que
tocaban. Herminia más sucia que
nunca, se acercó a
la puerta y la abrió. Allí, tapado con paja seca,
estaba el
regalo que día a día, sus vecinos le hacían.
Al poco tiempo de quedar sola y
sin nada, éstos le
llevaban anónimamente lo que podían. Era una
forma abierta y
clara de decirla, que a pesar de su
dolor, de su soledad, no estaba sola y que
ellos, le
llevarían cada día lo que buenamente pudieran.
De vez en cuando su mente, que había quedado
“anublada”
como dijo cierta vecina, tenía
ramalazos de claridad y en tropel, llegaba el
desgraciado accidente que se había llevado por
delante todo lo que más quería.
Sus dos hombres, el
burro y todo un año de trabajo metido en un carro.
Un paso
a nivel sin guarda, ni barreras, segó toda
una vida de dichas y sufrimientos.
Sólo le quedaban sus lágrimas amargas y una vida
silenciosa.
Un día, al ir a levantarse de la silla, su cuerpo
desprovisto de agilidad debido últimamente a su
estado vegetativo, se ladeó y
chocó con la mesa. La
cazuela hizo un ruido seco al caer al suelo. Herminia
miraba su tesoro hecho añicos y desparramado
entre unas baldosas que una vez
fueron rojas.
Si antes su vida se había tornado negra, ahora
carecía del
más mínimo interés.
Las horas y días de insondable pena, incubaban en
la mujer
con hiriente desolación. Si le era imposible
encajar que no volvería a ver
jamás a sus dos
hombres, ahora el declive era mayor al romper el
único eslabón
que tenía con su amado hijo.
lapsos que ya
eran parte de ella. Tal vez, vagaba
entre el tomillo y la amapola. El olor
fresco y mojado
a barro. Ese barro que se adhería a la persona que
lo trabajaba
y llegaba a ser parte de ella.
Un fuerte aldabonazo dado en la puerta, sobresaltó
su
menguado y oscuro cuerpo. Sus ojos se abrieron
entre las ralas pestañas y
parpadearon levemente,
hasta que las legañas dejaron vía libre a la difusa
claridad. La llamada volvió a repetirse al cabo de
unos minutos.
Herminia se levantó de la silla y avanzó despacio
hacia la
puerta. La abrió. Nadie había. Iba a cerrar,
cuando sus ojos se posaron en una caja. Se inclinó y
su mano asió la
cuerda con la que estaba atada.
Entró y la depositó sobre la mesa.
Con el cuchillo que cortaba el pan para las sopas,
cortó
la cuerda y dejó libre las tapas.
En ella no había intriga por saber qué había dentro.
Su
gesto era de completa indiferencia. Se diría que
el trance tan duro que le tocó
pasar, no le había
afectado totalmente para elucidar la más pequeña
cuestión.
Su asombro fue tal que, su boca dejó escapar un
taco en
plan admirativo que le confería oídos sordos,
seguido de una frase aún más
alborozada: “La
cazuela de Jacinto”.
Eran las primeras palabras que emitía, después del
lejano
adiós dado a sus hombres. La cazuela de
barro, reposaba en el fondo de la caja.
¿Cosas del destino? ¿Del más allá o, del más acá? Ni
entro, ni salgo. Yo les cuento una bonita historia que
oí hace tiempo.
r.p.00/2008/1315
León, 23 Mayo 2000
2 comentarios:
un relato entrañable, me gusta
Merce
Es un relato maravilloso, me ha gustado mucho su final
Tere
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