A G
U A M U Y F R E S C A
Los años pueden pasar, pero los
recuerdos no y más si éstos son tan maravillosos como los que en mi mente se
agolpaban queriendo salir todos a la vez, cuando en una muestra de cerámica,
mis ojos fueron a parar insistentemente en un puesto en el cual, los botijos
sobresalían de entre diversos objetos bellamente trabajados.
Todos se
aunaban en un espacio reservado para ellos. Formas, tamaños y colores,
competían con un solitario botijo que fue el culpable de que la puerta, abrió ¡qué sé yo! Se abriera y emergiera a la luz todo cuánto en mi más profundo
interior, guardaba desde que era una chavala.
Me acerqué y
con manos temblorosas lo cogí y algo en mi interior se rompió. Sentí mis
lágrimas ardientes bajar por un avejentado rostro. Mientras pasaba una mano
temblorosa, acariciando su redondez una y otra vez.
Las tinieblas
se disiparon y la luz lo inundó todo dejando salir unas vivencias largamente
retenidas en lo más profundo de mi ser.
De entrada
diré, que éramos una familia grande, unida y capaz de generosos sacrificios;
aunque por aquellos años esas cosas eran nimiedades y jamás nos paramos a
pensar lo injusto que era tal o cual cosa.
Aceptábamos
con total alegría lo que hoy tal vez, nos costaría un poco de trabajo y no,
porque nuestros principios hallan cambiado, sino más bien, porque todo se
transforma.
Pasábamos
limpiamente de banalidades porque bien pensado, el egoísmo y falta de
sentimientos, gobiernan nuestra vida a cada instante, cosas que no debíamos de
dar nunca salida.
Nuestra casa
era muy pequeña, pero había tanto amor en ella que jamás echamos en falta más
espacio, más intimidad o mejor calidad de vida. Nada de esas tres cosas se nos
antojaban como necesarias para ser felices.
Los artífices
de ésa sintonía tan plena y agradable, eran una pareja de lo más corrientes y
normales que existían en la tierra: nuestros padres.
Ellos ajenos
a todo lo que pudiera conturbar nuestra apacible vida, trataban de darnos lo mejor
que a su entender era, él criarnos sanos y con unos buenos principios, para ser
en un futuro mejor que ellos en todas las facetas.
Fueron
tiempos muy duros para todos. Nadie podía decir, que él estaba a salvo por
cualquier razón. No. Una guerra absurda y equívoca, dio al traste con infinidad
de sueños y vidas, que coqueteaban bajo la atenta mirada de una luna, que se
escondía traviesa entre las oscuras nubes, quizá para que nadie viese las
miserias y horrores que la maldad humana creaba, en exhibiciones de brutal
salvajismo e inhumana crueldad.
La abuela
vivía sola desde que una tarde fría y lluviosa, el abuelo la dejó dueña de lo
poco que había en el desvencijado piso que compartían desde el día que unieron
sus vidas. Cerró los ojos y optó por no quejarse más de los numerosos achaques
que padecía.
A partir de
una semana más o menos de quedarse viuda, sus visitas se hicieron diarias a
nuestra casa. Llegaba justo cuando nos disponíamos a comer. Se pensó, que su
soledad le empujaba hacía sus seres queridos y esa idea nos llenó de compasión.
Le hacíamos un hueco en la mesa y repartíamos otro plato más de comida.
Pronto
descubrimos la gran facilidad que tenía para contarnos todo lo que su memoria
guardaba de años pasados. Era fabulosa la gran retentiva que tenía de historias
y sucesos acaecidos en sus años de
juventud.
Mientras
hablaba, no paraba de hacer punto y sus obras se traducían en jerséis y
calcetines para el frío invierno que año tras año nos visitaba.
Nos
sentábamos cerca de ella y mientras que sus agujas tricotan van con vertiginosa
rapidez, oíamos con verdadera devoción lo que nos contaba.
A veces, mi
madre la reñía por poner tanto énfasis en sus historias, ya que nos decía con
todo lujo de detalles, cosas referidas a la guerra y sus consecuencias.
Sé, que no lo
hacía con mala intención, ni se regodeaba con ello, pues todos en mayor o menor
medida, éramos víctimas de sus nefastos estragos. Era una historia verdadera y
al
contarnos sus
detalles tan ínfimos, yo creo que era,
para prevenirnos de las consecuencias
tan terribles.
Al llegar la
primavera sus visitas vinieron acompañadas de un hermoso botijo rojo brillante
y rebosante de agua fresca. La traía de una fuente que le quedaba de paso de su
casa a la
nuestra. Durante mucho tiempo, fue la bebida más preciada por las bocas
sedientas que de él bebían ¡Qué buena estaba! Repetíamos cada vez que lo
usábamos.
Pronto
aprendimos a beber por el pitorro los pequeños y la competición era todo un
espectáculo ¿Quién duraba más bebiendo? ¿Quién lo alejaba de la boca más? Ni
que decir tiene, los atascos, toses y agua derramada sobre la ropa, enfadaban a
mi madre, pero ahí estaba la abuela para poner paz y aquí no ha pasado nada.
Más de una
vez, su estancia se prolongaba y hacía noche, es decir, se quedaba a dormir.
Ignoro la causa, ya que éramos pequeños ¿Qué pasaba entonces? Cama redonda.
Donde antes entraban dos, ahora tenían que ser tres. Era nuestra abuela y
además, la encargada de traer en su flamante botijo el agua que diariamente
consumíamos.
La abuela
murió y fue, como si el botijo también lo hiciera. Ya no disfrutamos más de él.
Quedó olvidado en un rincón oscuro, vació sin esa agua fresca que antaño tanto
nos había deleitado. Estaba tan muerto como lo estaba ella.
Estaba
llorando. Lágrimas de tristeza bajaban sin que las detuviera. Necesitaba
hacerlo.
Eran
recuerdos tan vivos y el dolor tan fuerte que, nunca pensé que llegara a
afectarme tanto como cuando
murió. Un niño no alcanza a entender,
qué es la muerte, ni sabe relacionarla con la desaparición de una persona
querida. Cree lo que le dicen: “Se fue lejos. Al cielo y allí te espera”
¡Bendita inocencia! Ahora, mi corazón sabía bien lo que era una pérdida.
__Señora, ¿lo
quiere comprar?
Abrí los ojos
que mantenía cerrados y miré a una
jovencita que, esperaba mi respuesta con gesto de impaciencia. Sin contestarla
lo dejé donde estaba y di la vuelta.
Cerraba un
capítulo de mi vida que hoy, había entrado con fuerza en una agarrotada mente.
Era, como un pequeño relato de una niñez muy lejana.
R.P.intelectual
00/2011/3021
León 12 Febrero 2001