UNA MALETA VIAJERA
La estuve mirando largo rato. Sentí una pena terrible dejarla sola, abandonada, pero no tenía otro remedio. Mi decisión estaba tomada. La desolación era grande cuando mis
ojos se posaban en ella viéndola tan desvalida,
endeble y achacosa.
En esa larga y bochornosa noche todos los
adjetivos buenos y malos, se
mezclaban en mi
mente a empujones y más de una vez, sin
miramiento alguno.
-“Era injusta ¿Con quién? ¿Con ella o con lo que
hacía?”
Los remordimientos comenzaron a
golpearme. Sin
oponer resistencia alguna, dejé que los maravillosos
momentos en los que, había sido mi más fiel
compañera salieran a flote pletóricos
de emoción.
El día que mi abuela me la regaló, hice el firme
propósito de que siempre estaría conmigo. A partir
de... ¿cuándo? Ya ni me acordaba, comenzó mi
aventura con ella a mi lado.
Fascinación
era lo que sentía al viajar, conocer
lugares y países que destilaran esa
esencia de los
que genuinamente son únicos. Impregnarme de su
historia y
admirar todos sus encantos. Meterme en
la piel de sus moradores y sentir en
cada momento sus latidos y sus vivencias.
Mi pasión por los viajes databa de unos cuántos
años atrás; aunque
comencé a sumergirme en ellos
muy niña. La culpable de este entusiasmo fue mi
abuela. Sentía verdadera adoración por
ella cuando
sobre sus rodillas, le oía contar el viaje que había
realizado;
pues además de darle un matiz especial
a sus relatos, su voz me cautivaba como
si
estuviera contando un maravilloso cuento sólo, que
lo que me decía era real
y ella, su principal
protagonista. Era una mujer con una
cultura muy extensa.
Toda su persona hechizaba. Muy activa y de
carácter fuerte,
daba una gran seguridad el estar a
su lado. Sabía lo que deseaba y lo expresaba
claramente. Su franqueza era
apabullante. Su
sonrisa y la gran sinceridad que emanaba,
prevalecían
ampliamente. A su lado, afronté los
viajes más hermosos que nunca soñé.
Los años pasaron y con ellos mi niñez. Era feliz, por fin iba a realizar
mi gran sueño: viajar. Mi abuela cumplía su promesa.
Sus maletas
eran grandes, toscas, pero llenas de
encanto. Diversas etiquetas de los más
variopintos
lugares en los que había estado, se repartían hasta
borrar su color
pardusco, dándolas un halo único a
su gran personalidad.
Me gustaban y sentía mucha
felicidad el ser parte de ellas, pues mi abuela hizo un hueco en una para poner
mi pequeño equipaje.
Unos días
antes del noveno viaje, los llevaba
apuntados al dedillo, me hizo un regalo:
una
maleta.
La emoción fue tan grande, que invadió todo mi ser
y lloré. Abrazó mi delgado cuerpo
y dejó que mi
llanto se fuera apagando. Limpió mis últimas
lágrimas,
acarició mi rostro, besó mis llorosos ojos y
dijo dulcemente:
-“Gracias cariño por demostrar tu felicidad por tan
poca cosa. Eres muy
emotiva y das mucha
importancia a las pequeñas cosas. Ten mucho
cuidado. No
quisiera que sufrieras, el mundo es
muy cruel.”
A partir de ese día, la maleta se integró en mi vida más de lo que yo
pudiera haber imaginado. Durante el tiempo que estaba inactiva en los periodos
de clase, seguía utilizándola y guardaba en ella todo lo que yo
llamaba “asuntos íntimos” Cartas, fotos, poemas etc. Era el lugar
indicado, pues al tener llave, mi
hermano nunca podría saber de mis secretos.
No sé por qué razón, mi abuela me
quería mucho y lo demostraba sin recato alguno. De pequeña fui su muñeca
preferida. Luego, el juguete soñado pues en mí, daba rienda suelta a sus
fantasías en todas sus facetas. Me
peinaba y me llevaba
a exposiciones y conciertos sabiendo , que jamás le defraudaría con un
amago de aburrimiento pues el ir, me hacía sentir importante.
Cuando empecé a florecer como las flores de primavera, su gozo se hizo
más patente. Era su confidente y tenía claras aptitudes para seguir su gran pasión: los viajes. Ya lo
había demostrado varías veces al oír sus
relatos sobre los lugares visitados y al
decirle, que algún día, no tendría que contarme nada, pues de los muchos viajes que realicé con ella el
que hicimos a la India
marcaron mi vida.
Íbamos a conocer un pueblecito
encantador al menos, eso decía el libro de viajes que siempre nos
acompañaba.
El viejo y
destartalado autobús, iban hasta los topes de gente. Hablaban, gesticulaban y
reían con gran felicidad, pese a ser grandes sus carencias. Cuando llegamos, la
pobreza y falta de recursos que sin pudor exhibían, hizo que apenas reparara en
la belleza del lugar.
Los niños se
acercaban sonriendo con gran dulzura y naturalidad, esperando nuestra
generosidad. Nos miraban con sus grandes y negros ojos y sin querer,
necesitabas darles algo más que unas monedas.
Supe entonces, que en este mundo tan grande y pequeño a la vez, convivían
seres de muy distintas culturas, costumbres, historia, lengua y estatus social;
pero en el fondo, todos con las mismas
necesidades. Nosotros, hijos de la abundancia y el progreso, apenas reparamos
en esos seres desheredados, es más, tratamos de evitarlos. Nuestra pasividad es
vergonzosa.
Mi abuela que había pasado por cosas peores, me ayudó mucho. Hoy es el
día, que no logro borrar de mi mente las imágenes de pobreza que vi y la gran
entereza en asumir su suerte. Vivían y
para ellos, era suficiente. Tomaban la
vida tal y como les venía. Admiré sinceramente su gran coraje.
En los viajes
posteriores que hice a otros países, en
los que la pobreza también era un componente
más, pude arrostrar algo
mejor las imágenes, pero
no por eso, mi corazón dejó de sufrir ante el
infortunio de todos esos seres, que nunca dejarían
de ser nuestros hermanos.
Cuando mi abuela murió,
experimenté tal abandono y soledad,
que tardé unos años en volver a
retomar lo que ella me pidió en sus últimos momentos: que nunca abandonara, que siguiera viajando.
Se lo prometí,
pero no lo hice. Estaba huérfana,
vacía.
Nada despertaba mi interés. El correo estaba
lleno de ofertas que las agencias
de viaje me
enviaban, como reclamo y excelente consumidora
que era. No me
interesaban. Me centré más en el
trabajo.
Los días
grises y penosos, fueron dando paso a otros
que enunciaban, cómo un capítulo de mi vida se
cerraba para dar paso de
nuevo al que dejé atrás.
Era, como si hubiese pasado una grave
enfermedad y recuperadas mis
fuerzas, retomara
con ánimo una grata tarea para mí.
Era hora de cumplir con una promesa hecha a una
moribunda y que la había
ido postergando año tras año.
Saqué la
maleta olvidada en el trastero, pues a raíz
de la muerte de mi abuela, algo
hizo que la
rechazara y no deseaba verla, por lo que su destino
fue la
habitación donde todo lo inútil iba a parar.
Con gran cariño la estuve
limpiando y rememorando los maravillosos viajes que como una amiga callada, obediente y
sumisa hizo a mi lado.
Mis manos
acariciaban cada etiqueta con mimo,
recordando la entrañable figura de mi
querida abuela.
La quise mucho
y ése amor perduraba todavía. Mi
vida se había enriquecido considerablemente,
pues gracias a ella, conocía países y
una variedad de gente que habitaba en ellos,
me enseñó a reflexionar sobre las grandes tropelías que sufren.
Hice muy pocos viajes con ella. Los años no perdonaban nada. Ya no era la
jovencita de antaño, la maleta pesaba
mucho y, estaba pidiendo un clamoroso retiro. Estaba muy vieja ya. Había perdido ese encanto y la prestancia de
sus primeros años. Soportó el bullicio de las estaciones. Los apretones y
vaivenes de los bajos de cantidad de autobuses.
Su majestuoso pasar por la cinta
de equipajes de los aeropuertos, más de una vez había causado admiración por el colorido de sus etiquetas.
Tenía que
renovarla por otra más ligera y con
todos esos progresos de modernidad;
material más resistente, ruedas,
cerradura sin llave...etc.
Era consciente de que una parte de mi vida quedaba allí. Nunca me había abandonado, ni en los momentos más
difíciles y sin embargo, yo le decía adiós para siempre.
Mi maleta
viajera quedaba sola, esperando su último viaje: el camión de la basura.
r.p. 00/2008/1319
León, 21
Setiembre 2000