“L O
S D E S H E R E D A D O S
Bienaventurados
los afligidos, porque ellos serán consolados”
Cuando era pequeña oía decir a mi abuela, cuando había una
catástrofe, terremotos, ciclones, lluvias torrenciales, sequías o bien,
epidemias, enfermedades extrañas o accidentes múltiples, que toda esa gente que
lo sufría, eran los desheredados de la tierra.
Yo, con mi corta inteligencia, no
alcanzaba a saber el significado de tal palabra. A mí me sonaba a dinero,
personas ricas y herencias. No podía
entender las angustias de la gente que padecía tales miserias teniendo tanto
dinero.
Recuerdo que, me acercaba donde la
voluminosa figura de mi abuela reposaba en una vieja mecedora, y con cierto
temor le preguntaba:
-“Abuela,
¿por qué siempre dices que esa gente son los desheredados? –la última palabra
me costaba trabajo pronunciarla bien y se me trababa bastante.
_”Anda
chiquilla, vete a jugar. Cuando seas mayor, ya lo sabrás ¿Qué mocosa ésta!
Siempre queriendo saber. Ya se me escapó un punto.
Mientras escapaba de las iras de mi
abuela, no dejaba de oír su retahíla. Por tal motivo, el temor era grande cada
vez que le preguntaba algo que le sacaba de su mundo tranquilo y sin problemas.
En su mecedora, con su labor de
calceta y su inseparable transistor, pasaba el tiempo con sus comentarios
críticos y un tanto ácidos, sobre toda esa gente que no hacía nada por aliviar
las calamidades de la vida.
Pasaron los años y poco a poco, empecé
a entender la palabra con la que mi abuela designaba el sufrimiento humano “los
desheredados”.
El día que me atreví a preguntarle lo
que quería decir dicha palabra, aprendí dos cosas de una sola vez. La primera,
lo equivocada que yo estaba al creerles ricos y lo mucho que me impresionó el
saber, lo privados que estaban de los dones de otras personas.
Y la segunda, que mi abuela censuraba
a unos y a otros por su falta de humanidad y sin embargo, ella era una mujer
desprovista de comprensión al decirme:
-“Pequeña,
tú por ahora no careces de lo más esencial. Tienes un techo para cobijarte. Una
cama para descansar y un plato de comida todos los días. Da gracias a Dios. Lo
que acontece a otras personas, no es asunto nuestro. Yo tengo la conciencia muy
tranquila. Anda, vete a jugar y no me distraigas más. Ésta labor me trae de
cabeza”.
Así, con toda la tranquilidad del mundo, zanjó algo que en
años sucesivos, me llenaría de amargura.
Mi abuela era una cristiana nata. Todos los días iba a misa
y comulgaba ¿A eso lo llamaba tener la conciencia tranquila? ¿Rezar un
Padrenuestro diario, era suficiente para los miles de afligidos que esperaban
algo más que una oración? ¿Por qué era tan contumaz con los demás, si ella era
peor?
Cuando murió, yo ya entendía en toda su extensión la
expresión “los desheredados”.
Las imágenes que casi a diario veía en los medios de
comunicación, oprimían mi corazón con tal intensidad, que mis lágrimas
acompañaban en su fluir a las de cientos y cientos de seres que, angustiados
por la miseria, esperaban un consuelo que colmara su cruel destino.
Yo no podía estar ajena a toda esa tristeza. Necesitaba
llevar la esperanza a esas personas. Quería tener entre mis brazos a ésos
despojos humano, acariciarles y transmitirles todo mi amor.
Sufría interiormente cada vez que el destino les golpeaba
¿Era posible enmudecer ante tantas calamidades? ¿Dónde estaba la caridad?
¿Existía la piedad? ¿Se tenía conciencia del sufrimiento humano? ¿Por qué
llenamos los sentidos con noticias tan desesperantes si luego, no hacemos nada?
Eran preguntas que martilleaban sin cesar mi mente. Mi impotencia
crecía cuando la cámara enfocaba la mirada quieta, callada y vacía de un niño. No sabían reír. No sabían lo que era
jugar. Nunca crecerían. Jamás llegarían a ser adultos. Tampoco conocerían la
felicidad. Ellos sí que carecían de lo más esencial.
No podría comulgar con las palabras de años atrás me había
dicho mi abuela. Me daba cuenta perfectamente, que su actitud ante tanto
abatimiento, desesperación y miseria humana, había sido cínica y egoísta al
designarlos como los desheredados de la Tierra , sin haber intentado jamás hacer algo por
ellos.
Su vida, había transcurrido feliz entre el amor de los suyos
y la tranquilidad de una vejez placentera. Los problemas de los demás, no
entraban en su holgada existencia.
Nunca me lo dijo claramente, pero ahora sé, que en los
comentarios ásperos que hacía de las desdichas y calamidades que muchos seres
sufrían, eran como un castigo divino. Pero ella, tenía la conciencia tranquila.
No podía quitarme de la cabeza esa frase tan insolente.
Hoy, después de tantos años, quiero y necesito pensar que la
estrechez de miras de mi abuela, ya que no era muy culta, la hizo ser tan
punzante con la gente que no paliaba las desgracias humanas, creyendo
simplemente, que ella, estaba libre de ayudarles por la sencilla razón de ser
una buena cristiana y rezar por ellos todos los días.
No es que la quiera exculpar, pero
creo que a su manera, les aliviaba el sufrimiento.
Yo, me siento más comprometida con el dolor humano y trato
de darles algo más que una oración.
R.P.intelectual 00/2008/1318
León, Noviembre 1993